D E M O C R A T O P I A

Deseo ofrecer una disculpa y clarificación con respecto al contenido disponible en este espacio. Es importante destacar que la naturaleza del material publicado en esta página no es original, sino que consiste en gran medida en resúmenes derivados de diversos manuales de estudio mejor o peor referenciados. Estos resúmenes varían en su grado de textualidad y en la calidad de las referencias académicas utilizadas, abarcando desde citas directas hasta interpretaciones más libres de los textos originales.

Además, es relevante mencionar que en algunos casos, estos resúmenes y contenidos son elaborados con el apoyo de herramientas de Inteligencia Artificial. Por tanto, me gustaría reiterar nuestras disculpas por cualquier confusión o malentendido que haya podido surgir debido a la falta de claridad respecto a la naturaleza y el origen del contenido en kibbutzpsicologia.com.

Consecuencias del estrés en la salud física y mental

La respuesta de estrés es una respuesta innata, más o menos estereotipada, que ha evolucionado para mantener la homeostasis y proteger al organismo durante las situaciones de estrés agudo. La respuesta implica una serie de cambios que se producen tanto en el sistema nervioso central como en el sistema nervioso autónomo, incluyendo varios órganos y tejidos periféricos, así como también al sistema inmunológico. Los efectos patológicos del estrés suelen correlacionar con la intensidad y la cronicidad de la respuesta.

La mayor parte de las hipótesis causales de los trastornos mentales incluyen algún modelo de «vulnerabilidad-estrés», incluidas las hipótesis sobre la esquizofrenia. Cabría añadir, así mismo, que la implicación etiológica del estrés en los diversos trastornos mentales se refiere fundamentalmente a experiencias de estrés crónico o intermitente experimentado durante edades críticas del desarrollo, especialmente durante la infancia (p. ej., experiencias de trauma infantil).

Consecuencias somáticas del estrés

Oliver y Buss (2008). Las alteraciones del hipocampo debidas al estrés crónico se han asociado de forma consistente a déficits cognitivos, especialmente en lo que concierne a la memoria operativa y a la memoria declarativa.
Moras y Baram (2012). Aunque el estrés agudo puede contribuir a los mecanismos adaptativos del estrés, mejorando la función del hipocampo ante situaciones amenazantes (parece que puede promover la extinción de experiencias adversas), existe evidencia de que el estrés crónico puede dañar y producir atrofia en las espinas dendríticas del hipocampo, tanto por el efecto de los glucocorticoides, como por el efecto de la CRH liberada en el propio hipocampo.

El estrés agudo puede desencadenar manifestaciones alérgicas como el asma, el eczema o la urticaria, ataques de hiper o hipotensión, síntomas gastrointestinales (diarrea, indigestión, estreñimiento, etc.), o diversas formas de dolor (dolor de cabeza tensional, dolor abdominal, migraña, etc.). Estas alteraciones pueden asociarse a diversos mecanismos del sistema del estrés. Por otra parte, los efectos perniciosos de ciertas hormonas del estrés (p. ej., los glucocorticoides) pueden ser particularmente dramáticos durante los periodos sensibles del desarrollo.

El estrés crónico implica una activación de la respuesta de estrés prolongada en el tiempo. La etapa de desarrollo prenatal, así como también la infancia y la adolescencia, constituyen etapas sensibles de elevada vulnerabilidad a los efectos del estrés elevado, especialmente si se trata de estrés crónico (estrés continuo o intermitente). Las consecuencias del estrés crónico son más perniciosas que las del estrés agudo. Los niños expuestos a estrés traumático prolongado, como ocurre en casos de maltrato infantil, pueden sufrir daños irreparables en su desarrollo cerebral. Las distintas formas de trauma se refieren a casos de trastorno de estrés postraumático y distintos tipos de maltrato infantil, incluyendo el abuso sexual o físico, la privación temprana, la negligencia y el abuso verbal parental. En niños y adolescentes con trauma psicológico, así como también
en personas jóvenes adultas, se han encontrado alteraciones en muchas regiones cerebrales, entre las que se incluyen el hipocampo, el cuerpo calloso, el córtex prefrontal, el córtex sensorial, el cerebelo, y el cerebro en general.

estres cerebro
Regiones cerebrales en las que se han demostrado anormalidades estructurales o funcionales en niños, adolescentes y jóvenes que han sufrido trauma psicológico (maltrato físico, abuso sexual, negligencia, maltrato por negligencia, privación temprana, etc.). (A) sección sagital, (B) sección coronal y (C) sección transversal del cerebro. En distintos colores se indican las áreas afectadas: córtex frontal [marrón), cuerpo calloso [rojo), cerebelo [rosa), córtex visual [azul], amígdala (verde) e hipocampo (amarillo). En todas estas regiones se han encontrado alteraciones estructurales. Los escasos estudios que han examinado alteraciones funcionales (p. ej., conexiones entre regiones del cerebro) han observado estas alteraciones en el cerebelo, el córtex prefrontal, el hipocampo y la corteza visual. Tomado de Rinne-Albers et al. (2013).

Consecuencias psicológicas del estrés

Sandín et al. (2001). Se ha sugerido cierta identificación entre las respuestas del estrés y la función inmune sobre la base de una red de comunicación bidireccional entre el cerebro y el sistema inmunológico. Tal comunicación permite que la activación de las células inmunes pueda dar lugar a cambios fisiológicos, conductuales y afectivos que globalmente son conceptualizados bajo el término de «síndrome de enfermedad». Muchos de estos cambios equivalen a los que se producen durante el estrés, lo cual podría explicarse porque los estresores también pueden actuar sobre este sistema bidireccional cerebro-inmunológico.
Sandín et al. (2001). La perturbación crónica del sistema del estrés se ha relacionado etiológicamente con la depresión y los problemas de sueño. Mientras que el trastorno depresivo mayor se ha asociado generalmente con un estado de hiperactivación del eje HHC, ciertas formas de depresión como la depresión estacional, la depresión climatérica o la depresión posparto se han relacionado con hipoactivación de dicho eje.
Sandín et al. (2004). Encuentran que los sucesos vitales relacionados con el peligro, la pérdida y la salud se relacionan, respectivamente, con los trastornos de ansiedad, los trastornos depresivos y los trastornos hipocondriacos. Aunque los sucesos vitales consisten inicialmente en situaciones de estrés agudo, con el paso del tiempo suelen cronificarse sus efectos favoreciendo la aparición de otros sucesos y problemas estresantes.

A nivel psicológico, el estrés agudo puede producir reacciones de miedo o de pánico por activación de la respuesta de miedo a través de la amígdala. También puede producir brotes psicóticos (p. ej., de esquizofrenia) y trastornos asociados a estresores traumáticos (trastorno de estrés agudo y trastorno de estrés postraumático).

Las alteraciones de las hormonas del estrés junto con otros mediadores de tipo inmunológico (p. ej., la elevación crónica de IL-6) parecen ser factores causales de fatiga (el síndrome de fatiga crónica se relaciona con hipoactivación del eje HHC) y del denominado «síndrome de enfermedad» (somnolencia, fatiga, nauseas, fiebre, ánimo decaído, y reducción de la actividad social).

El estrés crónico se ha vinculado a diversos tipos de trastornos psicológicos, entre los que se incluyen los trastornos de ansiedad y la anorexia nerviosa. Estos trastornos podrían relacionarse con activación del sistema de miedo por la CRH, los glucocorticoides y la noradrenalina. Estos trastornos y alteraciones psicológicas relacionados con el estrés pueden llevar a niveles variados de desajuste o deterioro personal (malestar emocional y sufrimiento personal), familiar (problemas relacionados con la pareja o los hijos), social (alteración de las relaciones interpersonales), escolar (problemas en los estudios) y laboral (estrés laboral y/o síndrome de burnout).

Una manifestación del estrés crónico: el síndrome de burnout

Cristina Maslach y Susan Jackson (1981). Desarrollaron el Maslach Burnout Inventory (MBI), un cuestionario de autoinforme para la evaluación del burnout.
Schaufeli et al. (1996). Desarrollaron el MBI-GS (General Survey), una versión genérica útil que suele recomendarse para medir el burnout independientemente del tipo de trabajo, la cual ha sido adaptada al español por Salanova et al. (2000).
Seisdedos (1997). Se establecen tres niveles de gravedad de burnout que corresponden a las puntuaciones (MBI) del tercio inferior (centiles 1 a 33), tercio central (centiles 34 a 36) y tercio superior (centiles 67 a 99).
Ramos (1999). Suele aceptarse que el burnout es una respuesta al estrés laboral que surge tras un proceso de reevaluación cognitiva, cuando las estrategias de afrontamiento empleadas no son eficaces para reducir ese estrés laboral percibido.
Esteras et al. (2014). Constataron la relevancia de algunos factores que podrían favorecer el síndrome. Un claro factor de vulnerabilidad era el afecto negativo (para las tres dimensiones de burnout). Un claro factor de protección fue la satisfacción laboral (p. ej., con el proyecto educativo, el centro de trabajo, el tipo de alumnos, las expectativas de promoción, etc.), la cual resultó significativa para todas las dimensiones de burnout. El afecto positivo resultó ser un factor protector de la despersonalización y la falta de realización personal (no predijo las puntuaciones en agotamiento emocional). En cuanto a los factores de riesgo, el estrés de rol (sobrecarga laboral, trabajo rutinario, etc.) predijo significativamente las puntuaciones en todas las dimensiones. Dos factores de riesgo, i. e„ las condiciones organizacionales (p. ej., recursos inadecuados, no tener claras las funciones, escasos incentivos económicos) y las condiciones de supervisión (p. ej. falta de apoyo de la dirección, escasa participación en las decisiones del centro) predecían el burnout en las dimensiones de falta de realización personal y despersonalización, respectivamente. Otras variables como la religión, las preocupaciones profesionales, la etapa educativa, o la falta de reconocimiento profesional no resultaron ser relevantes para predecir las puntuaciones en burnout.
Esteras et al. (2018). Estudios recientes indican que la prevalencia del burnout entre los profesionales dedicados a la salud varía entre el 5,9% y el 14,9 %.
Esteras et al. (2019). En una muestra de población docente, nuestro grupo de investigación constató que los docentes con síndrome de burnout manifestaban mayor nivel de sintomatología somática y psicopatológica comparado con los docentes sin el síndrome. Constatamos, así mismo, que el agotamiento emocional correlacionaba de forma significativa con todas las dimensiones de sintomatología somática y psicopatológica (excepto con psicoticismo), aunque las correlaciones fueron más elevadas con unas dimensiones que con otras; por ejemplo, en lo que concierne a las variables somáticas, el agotamiento emocional correlacionaba especialmente con la sintomatología de tipo musculo-esquelético, inmunológico general, cardiovascular, neurosensorial y gastrointestinal, así como también con la puntuación total en la escala de síntomas somáticos. Las correlaciones con despersonalización y la falta de realización personal fueron menos relevantes.

El síndrome de burnout es una alteración psicológica que se ha vinculado al estrés laboral, una forma de estrés crónico. El concepto de burnout, o síndrome de estar quemado, fue descrito originalmente por Freudenberger (1974) para referirse a las reacciones físicas y mentales que observó en un grupo de personas que trabajaban en una clínica de desintoxicación; después de un año, muchos de ellos se sentían agotados, irritables, y habían desarrollado una actitud cínica hacia sus pacientes y una tendencia a evitarlos. Posteriormente Cristina Maslach y Susan Jackson (1981) lo definieron como un trastorno adaptativo crónico, asociado a las demandas psicosociales que requiere el trabajo directo con personas, experimentando un desequilibrio prolongado entre las demandas y los recursos de afrontamiento.

Tras la publicación por Cristina Maslach y Susan Jackson del ya clásico cuestionario de autoinforme para la evaluación del burnout, se ha venido entendiendo el burnout como un constructo multidimensional constituido por al menos tres dimensiones separadas:

  1. Agotamiento emocional (o cansancio emocional). Caracterizado por pérdida progresiva de energía, desgaste personal, agotamiento y fatiga.
  2. Despersonalización. Se manifiesta a través de irritabilidad, actitudes negativas y respuestas frías e impersonales hacia las personas (pacientes, alumnos, clientes, etc.).
  3. Falta de realización personal. Se caracteriza por respuestas negativas hacia sí mismo y hacia el trabajo.

Se ha sugerido que la mayor incidencia del burnout se da entre los profesionales que ofrecen un servicio asistencial y cuyos destinatarios de su labor profesional son las personas. Entre las consecuencias del síndrome de burnout se han sugerido las siguientes: desmotivación, negativismo, pasividad, bajo rendimiento en el trabajo, absentismo e insatisfacción laboral. Las cifras que se han dado sobre prevalencia del burnout en España son muy variables, y difieren en función del tipo de población estudiada, según la profesión de que se trate, del tipo de función dentro de la profesión, del tipo de actividad y del criterio que se utilice para definir la existencia de casos del síndrome.

El síndrome de burnout se ha evaluado fundamentalmente a través del Maslach Burnout Inventory (MBI) (Maslach y Jackson, 1981). Consta de 22 ítems sobre pensamientos, sentimientos y actitudes personales que se experimentan en el trabajo. Se considera que una persona presenta síndrome de burnout cuando muestra puntuaciones elevadas (tercio superior) en agotamiento emocional y despersonalización, y puntuaciones bajas (tercio inferior) en realización personal. Aunque el MBI sigue siendo el instrumento más utilizado para evaluar el burnout, Schaufeli et al. (1996) desarrollaron el MBI-GS, una versión genérica útil que suele recomendarse para medir el burnout independientemente del tipo de trabajo.

Entre las consecuencias psicopatológicas relacionadas con el burnout se han señalado diversas alteraciones físicas, así como también una reducción del bienestar y salud percibidos, y niveles elevados de ansiedad y depresión. No obstante, se ha indicado que la dimensión de agotamiento emocional parece asociarse de forma más estrecha con la perturbación de la salud, en comparación con las otras dos dimensiones del burnout (despersonalización y realización personal). A este respecto, el agotamiento emocional se ha relacionado con la depresión, los trastornos obsesivo-compulsivos, la ansiedad, la hostilidad y la ideación paranoide. También se ha sugerido evidencia a favor de un posible papel de la dimensión de despersonalización en la sintomatología de tipo psicótico (ideación paranoide, personalidad psicótica y hostilidad).

Cabría asumir que el agotamiento emocional podría asociarse al estrés crónico y a pérdida de motivación del individuo, y generar vulnerabilidad para el desarrollo de enfermedades físicas y mentales. Así mismo, el agotamiento emocional parece tener ciertas similitudes con el denominado «agotamiento vital», el cual se ha asociado de forma significativa a los trastornos emocionales (especialmente depresión) y psicosomáticos (en particular con la cardiopatía coronaria. La correlación de los síntomas músculo-esqueléticos con las tres dimensiones del burnout es consistente con la idea de que cualquiera de las tres dimensiones de burnout posee una relación estrecha con los estados de tensión psicológica, incluidas las manifestaciones de tensión muscular, como aspecto genérico asociado al burnout.

El tratamiento psicológico del síndrome de burnout presupone abordar los posibles componentes del modelo del estrés que pudieran estar implicados. Así mismo, deben tenerse en cuenta los diferentes factores implícitos en el propio contexto organizacional, tales como la satisfacción laboral, los contenidos del trabajo, la desorganización laboral, la problemática administrativa, la carga laboral, la supervisión, etc. (Esteras et al., 2014, 2018). Las estrategias de intervención a aplicar en personas con síndrome de burnout deben integrar técnicas que posibiliten:

  • Minimizar los estresores del contexto organizacional.
  • Modificar los procesos cognitivos de autoevaluación y afrontamiento (p. ej., fomentando el afrontamiento focalizado en la solución de problemas).
  • Eliminar o neutralizar las consecuencias del síndrome (entrenamiento en técnicas de solución de problemas, inoculación del estrés, etc.).
  • Desarrollar habilidades de comunicación interpersonal y asertividad.
  • Fortalecer las redes de apoyo social.
Maslach Burnout Inventory (MBI) (Maslach y Jackson,1981)

Estrés y conductas relacionadas con la salud

Rodin y Salovey (1989). El apoyo social, no obstante, también se ha visto que puede potenciar las CRS nocivas. Por ejemplo, se ha observado que durante la adolescencia es frecuente que se estimule entre los compañeros el consumo de drogas, por lo que el tamaño del grupo de pertenencia puede ejercer influencias negativas para la salud.
Adler y Matthews (1994). Se ha sugerido que el apoyo social reduce la frecuencia de CRS no saludables. Las personas que viven bajo situaciones estresantes (pérdidas afectivas, estado de embarazo, etc.) hacen más ejercicio físico y evitan más el alcohol o el tabaco cuando gozan de apoyo social elevado, en contraste con las personas que, bajo situaciones estresantes semejantes, poseen reducido apoyo social.
Adler y Matthews (1994; Holroyd y Coyne (1987). Se han estudiado las CRS nocivas como variables a controlar en los diseños de investigación sobre los efectos del estrés, en lugar de verlas como mediadores de las relaciones entre las variables situacionales o personales y la salud. Así, a veces se estudia la relación entre sucesos vitales y la salud controlando la posible implicación de conductas como la ingesta de alcohol, el fumar o la dieta, cuando en realidad el estrés psicosocial o las características personales pueden ejercer sus efectos sobre la salud a través de estas variables (p. ej., incrementando la conducta de fumar).
Sandín et al. (2012). La implicación de las creencias personales de salud, según postula el modelo de creencias de salud de Rosenstok (1974) para la predicción de conductas de salud específicas, se ha demostrado empíricamente para conductas CRS como la participación en programas preventivos de cribado de cáncer de mama y las conductas de demora en personas que precisan ser atendidas médicamente.

El estrés puede generar directamente efectos psicológicos y fisiológicos que alteran la salud. Sin embargo, el estrés puede influir también sobre la salud de una forma más indirecta fomentando o manteniendo conductas no saludables. Las conductas relacionadas con la salud (CRS) han sido definidas como constitutivas de una vía mediante la cual las variables ambientales (sucesos vitales, apoyo social) y personales (personalidad, etc.) pueden afectar a los mecanismos fisiológicos e incrementar el riesgo a enfermar.

Las variables de diferencias individuales también han sido vinculadas a la práctica de CRS nocivas. La conducta tipo A, por ejemplo, se ha relacionado repetidamente con el consumo elevado de alcohol y con el hábito de fumar, y el neuroticismo parece correlacionar negativamente con la práctica continuada de ejercicio físico. Este fenómeno reviste una particular importancia ya que con frecuencia se han estudiado las CRS nocivas como variables a controlar en los diseños de investigación sobre los efectos del estrés, en lugar de verlas como mediadores de las relaciones entre las variables situacionales o personales y la salud. Así, a veces se estudia la relación entre sucesos vitales y la salud controlando la posible implicación de conductas como la ingesta de alcohol, el fumar o la dieta, cuando en realidad el estrés psicosocial o las características personales pueden ejercer sus efectos sobre la salud a través de estas variables (p. ej., incrementando la conducta de fumar).

Referencias

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