La percepción y la imitación en la primera infancia

El ser humano dispone de diferentes órganos sensoriales que hacen posible la percepción de las características y variaciones en el entorno. Esto se realiza detectando modificaciones en la energía exterior, ya sea mediante la visión (cambios de intensidad de la luz, de la longitud de onda asociada con los colores, del brillo, de contraste, etc.), el oído o los receptores térmicos, y también cambios químicos, como los que registran el gusto y el olfato.

La vista. Sabemos perfectamente que desde el nacimiento el niño es capaz de ver, aunque no de la misma manera y sobre todo con la misma precisión que un adulto, y que prefiere objetos de unas determinadas características. La retina está más o menos completa, pero el córtex visual tiene que desarrollarse bastante. Sin embargo, la capacidad de enfoque es reducida y no se acomoda perfectamente a la distancia de los objetos. La convergencia binocular, es decir, la capacidad para enfocar los dos ojos hacia el mismo punto, tampoco está perfectamente establecida, y la agudeza visual también es más reducida que en el adulto. Resulta claro es que desde el momento del nacimiento el bebé no sólo distingue la luz de la oscuridad, sino que se interesa sobre todo por las zonas de transición de intensidades luminosas, es decir, el paso de zonas más claras a zonas más oscuras, como pueden ser los bordes de una figura que se destaca sobre el fondo. También parece que se prefieren las figuras con una pauta o un dibujo a las figuras lisas. Prefiere por ejemplo mirar una figura con cuadritos, como un tablero de ajedrez, o una diana, que una figura lisa. También las figuras que presentan un movimiento le atraen más que las figuras estáticas. Lo que aún no puede hacer es atribuir un significado a los objetos. Es decir, no ha formado conceptos.

El oído. La percepción del sonido está ya presente en el útero. Sin embargo, todavía no suele ser capaz de dirigir la cabeza hacia la fuente de sonido, también existen predisposiciones para atender preferentemente a determinadas frecuencias que curiosamente coinciden con las de la voz humana. Gracias a ello presta atención a los sonidos del lenguaje, y más tarde los imita. Esto no quiere decir que perciba la voz humana como tal y la identifique como proveniente de un ser humano.

El gusto. Desde el nacimiento el niño reconoce gustos y sabores y lo manifiesta mediante sus reacciones y expresiones faciales. En el caso del gusto muestra su reconocimiento y sus preferencias mediante expresiones faciales que están presentes desde el momento del nacimiento, incluso antes de haber probado cualquier substancia, incluida la leche.

El olfato. Los olores que los adultos consideramos agradables producen relajación facial e iniciación de movimientos de succión. Una interesante experiencia mostró que niños de dos días preferían un paño impregnado de leche materna a uno limpio y lo manifestaban mediante movimientos de cabeza dirigidos hacia el paño. Sin embargo, los niños no mostraron diferencias entre el paño con leche materna y otro impregnado de leche de otra madre. Pero a los 6 días si que establecían una diferencia, orientándose hacia la leche conocida.

El interés por la cara humana

La cara humana atrae la atención desde muy temprano por sus características, por lo que constituye un estímulo privilegiado. Presenta generalmente un alto grado de contraste (entre el pelo y la superficie de la cara, en los ojos, cejas y pestañas, la boca), es tridimensional, presenta movimientos tanto en el interior de la cara (diferentes expresiones) como respecto al sujeto que la percibe, y tiene una serie de rasgos invariantes (las posiciones del pelo, los ojos, las orejas, la nariz, la boca) que serán muy importantes en el futuro para el reconocimiento de las caras individuales.

Representación esquemática de los movimientos oculares de
exploración de una cara, al mes después del nacimiento y a los dos meses
(tomado de Salapatek, 1975). Las líneas representan los barridos visuales de
exploración de una cabeza real.


Morton y Johnson (1991) defendieron que los bebés disponen de dos mecanismos para el procesamiento de las caras. Uno de ellos, al que denominaron CONSPEC, sería innato y explicaría el interés por las caras de los recién nacidos, mientras que el mecanismo que denominaron CONLERN, que empezaría a actuar a partir de los 2 meses, permitiría aprender sobre las caras individuales y a diferenciar a unos individuos de otros.

Parece claro que durante los primeros meses de vida se realizan considerables avances en el reconocimiento de las caras. Así, hacia los 3 meses los bebés son ya capaces de distinguir las caras en función del género o su carácter más o menos atractivo (Quinn, Yahr, Kuhn, Slater, & Pascalis, 2002; Slater, Quinn, Hayes, & Brown, 2000). No obstante, para llegar a alcanzar una percepción de las caras semejante a la que tenemos los adultos: algo que no se logra probablemente hasta los 5-7 años (Crookes y McKone 2009).

El desarrollo de la percepción

Un bebé de dos meses puede no diferenciar dos figuras por falta de agudeza visual o por no disponer de sistemas de exploración suficientes, y ambas cosas progresan sin que podamos atribuir los resultados a una u otra. El sistema visual se desarrolla con enorme rapidez durante los primeros seis meses de vida. La mielinización de las conexiones nerviosas en el córtex visual es muy intensa durante los primeros meses y las neuronas pasan a formar una red muy densa de fibras.

Las capacidades perceptivas que nos parecen más simples y que los adultos realizamos de una manera automática y sin ningún esfuerzo aparente, como reconocer un objeto en distintas posiciones, a distintas distancias, o colocado sobre otro, tienen que ser construidas laboriosamente por los niños durante los primeros meses de su vida.

Desde el punto de vista visual el niño recibe en su retina imágenes de objetos que varían continuamente. El progreso en el conocimiento de la realidad exige que podamos atribuir al mismo objeto las infinitas imágenes que se forman en cada posición. Es necesario que se establezca la constancia de la forma. Lo mismo sucede con el tamaño. Es necesario que el tamaño de la imagen retiniana no influya en el tamaño que atribuimos al objeto real y que se sea capaz de establecer una constancia del tamaño, independiente del tamaño aparente.

Las investigaciones de Bower (1966, 1974) sobre la constancia del tamaño situaban esa aparición hacia las 6 semanas pero los estudios posteriores han retrasado esta edad hasta los cuatro o seis meses. Otra adquisición necesaria es la percepción de la profundidad, que está ligada a la constancia del tamaño. El reconocimiento de la existencia de depresiones en el terreno, de agujeros en el suelo, es importante para evitar peligros tales como caídas que pueden ser fatales. Antes de poder caminar la percepción de la profundidad resultaría inútil al no estar expuesto al peligro de caer.

¿Desde qué momento son capaces los niños de evitar los precipicios? Gibson y Walk (1960) utilizando un dispositivo que denominaron «precipicio visual» consistente en una superficie de cristal que en una parte tiene pegada debajo una tabla con cuadrículas como un tablero de ajedrez y en otra las cuadrículas aparecen mucho más abajo. Los niños a partir del momento en que empiezan a gatear, de los seis meses en adelante, se niegan a cruzar la parte profunda del precipicio visual, aunque sus madres les llamen insistentemente.

La imitación

Para Piaget (1946) la imitación, considerada como el acto mediante el cual se reproduce un modelo, era una manifestación más de la inteligencia sensoriomotriz y su adquisición seguiría, por tanto, el mismo proceso. Se supuso que los niños no imitaban movimientos realizados con partes de su cuerpo que no podían ver, por ejemplo, con la boca o la cara, hasta que no tenían al menos 8 meses. Sin embargo, desde finales de los años 70 diversos trabajos han mostrado que niños de pocos días, o incluso recién nacidos, imitan a adultos que sacan la lengua o mueven los labios delante de ellos.

imitacion
Imágenes de imitación temprana en bebés de 2 a 3 semanas (tomado de Meltzoff y Moore, 1979).

Meltzoff y Moore (1977) presentaron datos bastante sólidos sobre la existencia de imitaciones tempranas de conductas faciales y manuales, en bebés de 2-3 semanas. El procedimiento básico utilizado consistía en que el adulto realizaba las conductas de abrir la boca y sacar la lengua mientras el bebé le observaba y después el bebé realizaba las conductas imitativas mientras el adulto adoptaba una expresión neutra en su cara. Estos autores sostenían que estas imitaciones precoces muestran la existencia de una capacidad, probablemente innata, de representación en los recién nacidos. La interpretación que realizan estos autores sobre los resultados encontrados en los estudios sobre la imitación no les lleva directamente a una defensa de concepciones radicalmente innatistas como la de Spelke (1994), quien sostiene que los recién nacidos poseen ya un «núcleo» de conceptos («core concepts») y capacidades representacionales esencialmente semejantes a los de los adultos. Por el contrario, Meltzoff y Moore sostienen que los niños no nacen con los conceptos adultos, sino más bien con los procedimientos de descubrimiento que conducen al desarrollo de los conceptos adultos.

Otro aspecto de importancia es la relación de estas imitaciones tempranas con las imitaciones más tardías, o imitaciones diferidas en las que el niño es capaz de imitar determinadas conductas cuando el modelo a imitar ya no está presente. Meltzoff y Moore (1994) han encontrado que bebés de alrededor de 6 semanas, que observaron los gestos faciales de un adulto, eran capaces de reproducirlos al día siguiente, cuando el adulto les presentaba una cara neutra. Tenemos aquí ya una imitación diferida, aunque lo que el bebé imita son gestos que forman parte de su repertorio de conductas habituales. La imitación diferida ha sido utilizada como medio para estudiar la memoria a largo plazo de los bebés (Cohen y Cashon, 2006).

Estos datos sobre la habilidad temprana de imitación directa y diferida ponen de manifiesto la capacidad que poseen los bebés para actuar a partir de una representación almacenada de estímulos o situaciones perceptivas no presentes y que esta capacidad, al contrario de lo que sostenía Piaget, no es la culminación del desarrollo sensoriomotriz sino que es un punto de partida del mismo (Meltzoff y Moore, 2001).

Referencias

  • García Madruga, Delval, & Delval, Juan. (2019). Psicologia del desarrollo I (2ª ed. rev. ed., Grado (UNED); 6201201). Madrid: Universidad Nacional de Educación a Distancia.
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